Al calor del fuego

Me han invitado a escribir en La Iberia, que es como el caravansar donde descansan «los jinetes de luz en la hora oscura». No sé muy bien qué hacer. Por un lado, es como una oportunidad de integrarme en la Compañía del Anillo. Por otro, no sé qué cabida tendrán ahí los intelectuales del periodo de Entreguerras, los disidentes soviéticos, la historia del Holocausto, el Genocidio Armenio, Hungría, Polonia y todas las demás cosas que me vienen acompañando a lo largo de estos años. Temo llevar demasiado peso para esta cabalgada. Tal vez el siglo XX sea demasiado triste, demasiado turbio, demasiado terrible. A fin de cuentas, mi siglo, parafraseando a Víctor Serge, dejó tras de sí «un número tan grande de matanzas que da un poco de vértigo».

Sin embargo, tal vez sea esta compañía de los O’Mullony y los Mariñoso lo que la evocación de aquel siglo necesita. Quizás sólo en esta compañía pueda uno volver la vista atrás y hablar de aquello que no puede ser silenciado sin riesgo de que, de tanto callar, hablen las piedras. A primeros de este año, sin ir más lejos, 120.000 armenios de Nagorno-Karabaj fueron expulsados de sus casas ante la mirada de la comunidad internacional y el silencio de casi todos. No pudimos impedirlo, pero por lo menos podemos contar la historia.

No olvidar es el imperativo moral de quienes nacimos cuando la bandera roja ondeaba en el Kremlin. «Zajor» («recuerda»), es uno de los verbos que, como escribe Yerushalmi, más se repite en la Escritura. Con ese imperativo amonesta el Eterno Bendito al pueblo liberado de Egipto. Quizás sólo en compañía de estos jóvenes, rebosantes de vida y cargados de futuro como la poesía de Blas de Otero, sea posible seguir mirando el pasado de modo que ilumine el presente.

Y pocas cosas necesitan de tanta luz como nuestra época. No, no me refiero sólo a la oscuridad que encarnan Pedro Sánchez —que es más síntoma que causa de lo que realmente nos sucede— sino a la tiniebla profunda que nos envuelve. La cultura de la muerte y la mentira, la manipulación del lenguaje, la corrupción de las palabras, el olvido del pasado, la reescritura de la historia y los signos, en fin, de nuestro tiempo.

Así que aquí me tienen, pensando si debo empezar recordando que Witold Pilecki, el oficial polaco que se infiltró en Auschwitz, hubiese cumplido años el lunes pasado —nada menos que 123— o si, en cambio, debo alertar de lo que significa aquella actuación filosatánica del otro día en Eurovisión. Entre dudas y cavilaciones, pues, he llegado hasta la fogata de La Iberia, donde cuyos jóvenes autores me han hecho un sitio. Me he sentado mientras me venían a la memoria las palabras de Martin Buber, que evocaba a un hombre ya mayor que, sin embargo, era joven porque no había olvidado la palabra «comenzar».

Esta columna debería titularse Bereshit, la primera palabra del Génesis (En el principio), cuando se creó la luz por la Palabra, pero preferí nombrarla en honor a la lumbre que La Iberia ha encendido. Al calor de este fuego me han acogido.

Supongo que un hogar empieza así: con una lumbre que ilumina y calienta.

Aquí los espero.