El tiempo pasa para todo y para todos. Junto con la muerte, es lo único seguro que tenemos en esta vida. Auténticos océanos de tinta se han derramado sobre lo caduco de la naturaleza del hombre, su imperiosa necesidad de sobrepasar la damnatio memoriae que hace el paso de los días sobre (casi) todos los mortales y no seré yo el que venga ni a contradecirlo, ni aportar un nuevo enfoque que cambie por completo el paradigma. Hoy simplemente vengo a hablar de uno de esos casi que se escapan a la maldición del reloj de arena.

La Historia con mayúsculas, la de los grandes nombres, las memorables gestas, no es la que se mantiene con monumentos. Es la que se construye en base a esas emociones que nos hacen humanos, a la épica o a un recuerdo imborrable.

Hace apenas unas semanas, un señor de la tercera edad demostró que hay unos pocos hombres que son la excepción a la regla. Este hombre de 74 años, natural de Nueva Jersey, llenó en apenas unas horas el Metropolitano durante tres días para convertir aquello en un viaje a la infancia, a la adolescencia, a años más despreocupados y sentimientos intransferibles para casi la totalidad de los asistentes.
En las canciones de Bruce Springsteen se reúnen prácticamente todas las emociones descriptibles. Desde la añoranza por los amigos perdidos (Last man standing), la rebeldía adolescente (Spirit in the night), la redención (Thunder road) o un idealismo arrollador (No surrender).

El Boss ha trascendido al tiempo porque es un hombre que ha sido capaz de compendiar el sentir de varias generaciones porque ha vivido por sí mismo y a través de ellas. Sin quererlo forma parte de la vida de millones de personas que han crecido, han saltado, han llorado y se han enamorado con su voz.

En el Metropolitano, Wembley, el Madison Square Garden y en otros centenares de recintos nos concentramos miles de acólitos deseosos de escucharle, de identificarnos con sus versos, de contagiarnos de su energía.

Que con 74 primaveras siga llenando estadios de jóvenes y no tan jóvenes, sin la necesidad de fuegos artificiales ni de coreografías rocambolescas para mendigar un estribillo, como hacen ciertas divas del pop con una senectud no asumida, no es fruto de la casualidad. Responde a unas letras universales, a unos versos que trascienden, que no han caído en el infinito pozo de los goldies olvidados de esa industria eugenésica y voraz que es la música.

Bruce no ha envejecido con sus oyentes, al igual que no lo han hecho sus discos, ni siquiera su voz. Encima del escenario sigue siendo una leyenda del rock, un compositor privilegiado, un hombre que ha vivido por cientos.

Aun cuando su voz deje de sonar, cuando sus manos dejen de tocar y su cabeza de componer, seguirá siendo el «Boss», porque ya forma parte de ese selecto club de personas que no se han visto superados por el tiempo gracias a su genio, a la épica de unos acordes imborrables y a su capacidad para haberse hecho un hueco en el corazón de millones y millones de personas alrededor del globo.