Hay un falso mito, una especie de consenso impuesto en nuestra sociedad, que proclama las bondades de desinfantilizar a los niños. Muchos son los gurús educativos, las charlas Ted y los manuales pedagógicos que pretenden sacar a nuestros hijos de la burbuja del hogar. A los niños hay que hablarles del sexo en las aulas, hay que acercarlos a la muerte, mezclarlos con etnias en colegios trilingües y dejarlos que exploren su propia fragilidad en malas compañías. Es una de las modas que muchos predican desde el ambón de su impudor.

Conozco a algunos amigos que mantienen esta teoría de algún modo y dejan a sus hijos, rehenes del laissez faire, campar a sus anchas por un mundo que sólo pretende hacerles daño. Pero todo en aras de la libertad, acaso la mayor de las amenazas cuando uno no se sabe dependiente. Este ánimo por dejar explorar a los pequeños esconde varias trampas, y aunque todo parezca indicar que los niños suben al altar de la madurez, lo cierto es que en el fondo sólo están siendo aupados a un cadalso. Donde se sacrifica su inocencia.

Estos días pasados dos acontecimientos me han hecho llevarme las manos a la cabeza. Cuando yo era niño en casa veíamos Eurovisión porque aquello se trataba de disfrutar de la música, variopinta y festivalera, de todo un continente. Entonces no había una necesidad, que ya roza lo patológico, por llamar la atención. España llevaba a Pastora Soler, qué mujer, mientras que Suecia llevaba a Loreen, digna competidora. Una especie de omertá del buen gusto congregó durante años a miles de niños frente a los televisores. Y ya no es así, o no debería serlo.

La edición de este año debería estar censurada para los niños. A veces las páginas de internacional de Prisa se llenan de estupefacción cuando Putin prohíbe una red social o cuando Xi Jinping cancela tal otra. Y yo ahora sólo puedo ver con envidia esas medidas que protegen a los menores, cuando sus padres parecen incapaces de hacerlo. El espectáculo lamentable de Eurovisión, plagado de satanismos y blasfemias, debería estar prohibido para los niños, que no merecen ser expuestos a la barbarie. Salir de la burbuja tiene el elevado coste de entrar al fango y eso yo no lo quiero para los niños.

Otro escándalo se ha vivido estos días en Miajadas, en Cáceres, donde una parroquia acogió el enlace entre dos señores, auspiciados por un sacerdote por quien os pido oraciones. Las necesita. Las fotos y vídeos de aquella pantomima ponen en evidencia la presencia de niños y yo no querría ver a mis hijos participando en algo parecido. Qué duro suena decir que el amor a cualquier precio es barbárico, pero qué débil resulta el argumento del «se quieren». ¡Claro que se quieren! Pero el emotivismo nunca puede ser la coartada del desorden. Hay cosas que los niños no deben ver porque les alcanzan un peldaño más en su subida al cadalso.

Una de las formas más rematadas de la caridad es la verdad y el mundo probablemente nos termine despreciado. Yo jamás iría a la guerra por defender que el pasto es verde, allá ellos, pero sí empuñaría un arma en favor de la inocencia. Hace tiempo que reunirse frente al televisor una noche de Eurovisión conlleva ciertos riesgos; como también los tiene negar que el amor a toda costa sea valioso, porque lo cierto es que no vale nada. Es la hora, qué triste, de examinar las afueras de la burbuja. Aunque nos acusen de herméticos, salir de ella nunca fue tan peligroso.

Pablo Mariñoso
Procuro dar la cara por la cruz. He estudiado Relaciones Internacionales, Filosofía, Política y Economía. Escribo en La Gaceta, Revista Centinela y Libro sobre Libro. Muy de Woody Allen, Hadjadj y Mesanza. Me cae bien el Papa.