Iván Fandiño

Cuando un toro mató a Iván Fandiño en un pueblo perdido del sur de Francia se nos heló la sangre a minutos, a medida que iban llegando los mensajes de Whatsapp y las primeras noticias oficiales a nuestros teléfonos. Nuestro torero había muerto a cientos de kilómetros en una pequeña plaza del extranjero y nada parecía tener mucho sentido. Ahora, con el paso de los años y en perspectiva, comprobamos que todo lo que presagiamos aquella noche de comida de techo y duelo individual —cada uno dónde pudo— iba a ser cierto.

Iván Fandiño (1980-2017), que iba por la vida y por las esquinas de los patios de cuadrillas con su cara de enfado y esa silueta agitanada y firme de mentón marcado, nos revolvió la afición y las ganas de volver a ir a los toros o por lo menos de no dejar de ir, redoblándolo todo. Algo tenían su concepto y aire que eran distintos y atractivos. Yendo a su puta bola y ajeno al sistema —eso gustaba— fuera del ruedo, en los sorteos o inmediaciones de la plaza, tenía presencia de boxeador sobrio al que daba cierto respeto acercarse —luego sonreía con timidez en las distancias cortas—, dentro de la arena se convertía en un lidiador de batalla y coraje, después, con todo hecho, un obrero del toreo que recién duchado del hotel celebraba sus triunfos y gestas comiendo helados con toda su cuadrilla en áreas de servicio.

El concepto que poseía, decía, nos arrastraba a la piedra del tendido, no ya como aficionados, sino como partidarios. Ahí el mérito. Aquellos años íbamos felices a las plazas en legión a ver a nuestro torero. Y sufríamos como perros con los reveses o las injusticias. Las victorias — recuerdo especialmente Madrid y Pamplona— tras épicos manos a mano con David Mora, cogidas, partes médicos y aquel pantalón vaquero ensangrentado en el traje de luces, fueron una alegría y un chute de felicidad que celebrábamos como finales de Champions. Lo que se le ocurrió hacer en Madrid —pese a la bilis de algún villano de la escena— encerrándose con seis toros de diferentes encastes en Las Ventas por inicio de temporada fue un regalo a la Fiesta, un último detalle con el destino ya conocido y una declaración de intenciones de gesta y leyenda, algo norteña y guerrera, para entrar a puñetazos en la historia del toreo.

Podríamos hablar de una generación en el mundillo en la que Iván Fandiño fue protagonista. Íbamos locos. Con su personalidad y estilo consiguió movernos a un subgénero del toreo, un movimiento que pasaba más de lo convencional y que defendía con uñas y dientes al torero vasco e independiente que hacía su temporada por las plazas de España.

Los malos presagios que recorrieron nuestra cabeza aquella noche, sin poder cerrar los ojos con la muerte del torero —el nuestro— aún caliente a cientos y cientos de kilómetros en un lugar lejano, nos dibujaban un fin de época, de ciclo. Y con el paso de los años, acudiendo hoy a su recuerdo, no puede más que constatarse que nada volvió a ser lo mismo y que aquel veneno eléctrico que nos sentaba por inercia en la piedra de una plaza de toros quedó congelado para siempre, junto a tantas alegrías y emociones, aquel diecisiete de junio asqueroso desde un pueblo perdido del sur de Francia.

Sólo nos queda sentirnos afortunados por haberlo vivido y no olvidarle.