Maneras de llenar el corazón (y V)

Habíamos hablado ya de una nueva cordura que consiste en arriesgarse, y también de cómo nuestra memoria recuerda y pondera. Tratábamos así de buscar a tientas algunas maneras de colmar el vacío de eso que, a falta de una palabra más exacta, hemos dado en llamar corazón.

Si el lector paciente ha llegado hasta aquí, estará pidiendo un desenlace, un último acto que dé sentido a todo lo anterior. Querrá una vuelta de tuerca, un plot twist, un quiebro. ¿O es que todo lo que atañe al corazón no habrá ser más que lírica amorosa, flatus vocis y bla-bla-bla? Ese último movimiento es el del coraje. No me refiero a la irritación o a la ira, sino al coraje de quien se entrega a los demás, de quien, teniéndose a sí mismo, toma la impetuosa decisión de ofrecerse a los otros. Un corazón sin valentía es una contradicción en los términos. No se trata de crear un reducto en el que, libres de ataduras, lejos de los más próximos, sintamos el regusto de los placeres del alma. ¡Al diablo con esos melindres! Sólo tiene corazón quien lo entrega. Es decir: para llenar el corazón tenemos que vaciar la vida. Amar no es brillar, sino arder.

El coraje del que hablo busca el justo medio virtuoso. Y aquí conviene aclarar que ese medio al que apunta la virtud no es un punto bajo y tibio, como creen los pusilánimes, sino una cumbre distinta que la inteligencia descubre y la voluntad escala. Pondré un ejemplo aparentemente trivial.

Durante siglos, la filosofía se ha enfrentado a cuestiones de hondísimo calado. ¿Por qué el ser y no la nada? ¿Es mejor cometer una injusticia o padecerla? ¿Qué fue antes: el huevo o la gallina? Pues bien; descendiendo en el nivel metafísico, entre esos interrogantes se halla el siguiente: ¿cómo está mejor la tortilla de patata: con cebolla o sin cebolla? —el lector no debe menospreciar la profundidad de esta cuestión: hay familias que no se hablan por causa de este asunto—. Para esto, como para tantas otras cosas, el corazón tiene una razón que la razón no entiende. La mejor tortilla de patata, la que tiene un sabor más perfecto, es siempre la que le gusta a los demás.

Tenemos a nuestro alcance, para imitarlos, muchos testimonios de corazones valientes. Sigue impresionándome, por ejemplo, lo que se cuenta en La memoria infinita, la película documental de Maite Alberdi. La enfermedad de Alzheimer se va cebando poco a poco con el periodista Augusto Góngora. Su mujer, Paulina, le cuida con ese tipo de amor que mueve el sol y las estrellas. La desmemoria avanza y ella extrema la delicadeza. No pierde la paciencia. Entre lágrimas, todo lo soporta. Un día toma entre sus manos uno de los libros escritos por Augusto. Lee la dedicatoria: «Los que tienen memoria tienen coraje y son sembradores». Esa es la esperanza cordial que al fin nos asoma al misterio.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).